jueves, 27 de mayo de 2021

EL REAL ENGAÑO DE SOR MARGARITA

Sor María Gertrudis Teresa de Santa Inés, 1730, Museo Colonial, Bogotá
Otra anécdota relacionada con el madrileño Convento de San Plácido, cuyos protagonistas también estarían implicados en el sonado caso de Las Endemoniadas, nos habla de los insaciables apetitos carnales del rey Felipe IV. En esta historia, la víctima de los deseos reales fue una delicada joven llamada Margarita cuya belleza física era bien comentada por toda la Villa y Corte. Los padres de la chica, continuamente acosada por legiones de admiradores que intentaban cortejarla, no encontraron mejor modo de proteger su virtud, que ingresarla en el convento de san Plácido, pues su madre superiora, Teresa Valle de la Cerda, parecía una mujer valiente, de férreo carácter, que podía hacer las veces de carcelera y mentora de la joven angelical.

Vista del Convento de San Plácido desde la Pza. Carlos Cambronero   

La noticia de la llegada de la preciosa dama al convento, donde ingresaría como sor Margarita de la Cruz, corrió como reguero de polvora por la ciudad para disgusto de sus incontables e inconsolables pretendientes. Llegó tambien a oídos del Rey Planeta pero él jugaba con ventaja ya que su íntimo amigo Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón, fundador del monasterio y enamorado de Teresa Valle, le había referido la posibilidad de acceder al convento a través de un corredor oculto construido por él mismo, que comunicaba la vecina casa del protonotario con la carbonera del cenobio, dando a su majestad la posibilidad de visitar a sor Margarita cuando estimase oportuno. Por supuesto la pobre chica permanecía ajena a todo el asunto. Parece ser que antes de hacer su primera (y última) incursión por el oculto pasadizo, el rey se entrevistó con Teresa y la propia sor Margarita a través de las rejas del locutorio de clausura. Quería comprobar que la hermosura de la joven era tal y como se la habían descrito. Al cerciorarse de que los rumores eran ciertos, dejó entrever que deseaba visitar a la novicia con cierta asiduidad. Teresa no sabía cómo cumplir el mandato que los padres de la muchacha le habían encomendado ni cómo podría negarse, a la vez, a los designios del rey. Lo único que tenía claro era que no iba a entregarla para que perdiera la honra, por mucho que fuera Felipe IV. Por otro lado, sor Margarita se encontraba horrorizada ante la idea de pasar a ser la nueva concubina de palacio. Lo poco que había podido vislumbrar detrás del embozo de su capa no le resultaba especialmente atractivo. Esa cara largada y fina de pronunciada barba y bigote, junto con unos labios excesivamente gruesos y sus ojos de pez, no eran paradigma precisamente de la seducción y distaba mucho del ideal de hombre con el que ella desearía desposarse algún día.

Felipe IV de castaño y plata (fragmento), 1635, Diego Velázquez, National Gallery, Londres

Al ver que la novicia pasaba las horas llorando desconsolada y amargamente por la resignación ante lo que parecía ser su futuro más cercano e irremediable, Teresa ideó un ingenioso plan que daría al traste con las pretensiones reales, a la par que quitaría las ganas de acercarse a los posibles pretendientes que se animaran a cortejar a la bella sor Margarita. Pocas noches después, el rey se reunió con don Jerónimo y con el encargado de guiarlos por el pasadizo que les conduciría ocultamente al interior del convento. Recorriendo la galería húmeda y oscura se percataron de que al fondo del túnel había un pequeño resquicio de luz al que se dirigieron intrigados. Quizá la joven novicia estaba advertida de la llegada del rey y había decidido esperarle dócilmente despierta. A medida que se acercaban la luz se hacía más fuerte y una especie de cánticos lastimeros empezaron a retumbar durante los últimos metros del pasillo. Los murmullos se hicieron más nítidos y se transformaban en cantos corales. Al doblar el último recodo del túnel se abrió ante sus ojos un espectáculo que los dejó estupefactos. Varias hileras de monjas portando cirios entonaban tristes letanías fúnebres. 

Torre de San Plácido y reloj que tocaba a difuntos, 1903, Hemeroteca B.N.E.

Entre ellas estaba también la priora y aunque el rey buscó con la vista a sor Margarita, la novicia se hallaba ausente de la comitiva de religiosas. Inmediatamente el rey preguntó por la bella joven y Teresa con gesto grave señaló una puerta. El rey se temía lo peor. Al abrir temerosamente la puerta el monarca se topó con un sencillo catafalco sobre el que yacía el joven cuerpo de sor Margarita aún rebosante de belleza y lozanía. Parecía estar dormida pero los cirios y el decorado siniestro no dejaban lugar a dudas. El rey sintió desfallecer y con la vista nublada se apoyó sobre el hombro de su compinche antes de abandonar el lugar por el mismo pasadizo corriendo como alma que lleva el diablo hasta llegar a sus aposentos en los que sin duda meditó sobre lo acontecido. Tan pronto se marcharon los embozados, la difunta sor Margarita se levantó del ataúd llorando de alegría mientras se abrazaba agradecida a la priora por haberla librado de la deshonrosa visita del rey. 

Cristo Crucificado, 1632, Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid

El plan de la astuta priora había dado resultado. Al dia siguiente, queriendo purgar sus pecaminosos impulsos, el rey mandó que llevaran un reloj que tiempo atrás habían solicitado las monjas de San Plácido, sin mucho éxito hasta ese momento, cuyas campanadas sonarían a funeral tañido dando las horas con sonido de requiem. Su arrepentida majestad encargaría además al genial Velázquez un cuadro, el famoso Cristo Crucificado, que debía ser terminado y enviado al convento con la máxima prontitud para decorar la sacristía. Dicho lienzo puede admirarse hoy expuesto en el Museo del Prado. En cuanto al reloj, cuenta la leyenda que dejó de tañir la llamada de difuntos desde el mismo momento en que fue cierto el fallecimiento de Dª Margarita...

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